En los últimos años, las principales ciudades de Chile han experimentado transformaciones urbanas profundas que no siempre son evidentes en su impacto social. Uno de los procesos más relevantes, y a menudo poco comprendido, es la gentrificación. Este fenómeno, observado desde hace décadas en países anglosajones, comienza a tomar fuerza en América Latina bajo lógicas distintas, pero igualmente determinantes en la forma en que se configuran nuestras ciudades y se reestructuran los barrios.
La gentrificación se refiere a la transformación de barrios deteriorados o antiguos, que comienzan a ser ocupados por grupos con mayor poder adquisitivo y capital social. Esto genera un cambio radical en el uso del suelo, especialmente en sectores centrales o de interés cultural. Mientras en otros contextos este proceso ha estado ligado a la protección del patrimonio arquitectónico, en Chile y Latinoamérica se expresa, más bien, como una reutilización intensiva del espacio, muchas veces a través de edificaciones en altura que aumentan la densidad poblacional sin una adecuada planificación urbana.
Detrás de este fenómeno hay al menos dos grandes factores. El primero es el crecimiento acelerado de las ciudades, impulsado por procesos migratorios y el aumento natural de la población. En muchos casos, las condiciones geográficas limitan la expansión urbana hacia la periferia, lo que obliga a reutilizar el espacio disponible en zonas de alto interés. El segundo factor tiene que ver con el valor simbólico y estético de ciertos barrios históricos, que comienzan a atraer inversiones por parte de grupos sociales más acomodados, lo que eleva el valor del suelo y transforma el paisaje urbano.
El problema aparece cuando estos cambios generan consecuencias negativas para las comunidades originales. La llegada de nuevos residentes y servicios modifica las dinámicas barriales, eleva los costos de vida, incluyendo contribuciones e impuestos, y termina por desplazar a quienes no pueden asumir esos nuevos valores. Lo que parece una mejora urbana, en muchos casos, esconde procesos de exclusión y pérdida del sentido de pertenencia.
En Concepción, la gentrificación ya no es una posibilidad futura, sino una realidad palpable. Tras el terremoto de 2010, se intensificaron los procesos de renovación urbana, con un notable aumento en la construcción en altura, particularmente en sectores que antes eran residenciales o tenían un uso más tradicional del espacio. Lo mismo ocurre con zonas cercanas a cuerpos de agua, como lagunas y riberas, que han pasado de ser espacios comunitarios para sectores populares, a terrenos de alto valor inmobiliario. Como consecuencia, muchas familias han debido abandonar sus barrios históricos y adaptarse a nuevas realidades que no siempre representan una mejora.
En este escenario, urge repensar el desarrollo urbano desde una mirada integral y justa. No basta con promover el crecimiento económico o la modernización de las ciudades si eso implica expulsar a quienes les dieron vida por décadas. La planificación urbana debe considerar no solo la eficiencia del uso del suelo, sino también la cohesión social, la equidad territorial y la protección del tejido comunitario. Porque el desarrollo sostenible no puede construirse sobre el desarraigo. Las ciudades deben ser espacios para todos.